Impresiones sobre la comida mexicana

Llegar a México es sumergirse en un mundo de perfumes, sensaciones, sabores y texturas que provienen de su exquisita cocina. La diversidad es uno de sus principales ingredientes y la comida es un fenómeno omnipresente. Fruto de su profunda historia, la gastronomía mexicana puede decir con orgullo, que en lo que hoy es su territorio se domesticaron plantas y animales y que, 8000 años después, esos alimentos siguen siendo disfrutados por locales y extranjeros. A su vez la conquista, además del saqueo, la represión y la muerte, directa e indirecta, trajo multitud de variedades de sus dispersas colonias, que en aquellos tiempos abarcaban gran parte del globo. La consecuencia es una cocina múltiple, completa, con la cual es imposible sentir indiferencia.

Ciertos paladares delicados pueden verse sorprendidos por la presencia del chile, pero como sucede con todas las cosas que valen la pena, su aprecio requiere de un aprendizaje. Digamos también, de una vez y para siempre, que no toda la comida mexicana sabe a picante y que no todos los platos llevan ajíes. Si el camino de la virtud picosa no es para todos, pueden degustarse una enorme variedad de alimentos en los que no hay lugar para el capsicum.

Al viajero desprevenido o al sedentario curioso puede parecerle que toda la cocina mexicana es parecida, sin embargo las diferencias regionales son notorias. De un extremo al otro de la república y del continumm cultural expresado en su comida, nos encontramos desde insectos hasta carnes del viejo mundo, desde hojas de plátanos hasta panes europeos. Esa pluralidad no es un obstáculo para la unidad identitaria. Recorre el espectro y se acentúa en cada sabor diferente, en cada ingrediente distinto, en las mínimas variaciones que a lo largo se expanden.

Si las maravillas que ofrece su paisaje, donde también encontramos todos los climas y todos los colores, son un motivo más que suficiente para quedar maravillado; qué podemos decir del asombro que provocan las manifestaciones de la cultura material que su larga historia nos depara. A la sabiduría prehispánica se le suma el barroco colonial, y por si esto fuera poco, la modernidad, con sus palacios del porfiriato y sus edificios siglo XX, terminan asestando el hermoso golpe final. Sumemos la cordialidad y el respeto, que se venera tanto como a la Guadalupana, y no dan ganas de irse. Pero como no sólo de pan vive el hombre, la comida, que se anticipa en el perfume y explota en el paladar, compite de igual a igual con las maravillas antes mencionadas.

Alguien dijo alguna vez que con dinero se come bien en cualquier lugar del mundo. En un planeta que fue azul vida y hoy es verde dólar transgénico, el axioma no necesita demostración. La cocina de un país, región u hogar no puede medirse entonces por sus chefs consagrados, sus caros restoranes o sus días de fiesta. Para ponderar su calidad es necesario abandonar las pretensiones de originalidad y acercarse a los lugares comunes. Entrar de lleno en la comida cotidiana. Es sorprendente ver en México las tiendas que ofrecen alimentos preparados, una al lado de la otra. Tacos, de todas las clases. Sopes, gorditas, tlacoyos, quesadillas (que en el DF no son, única y extrañamente de queso), tortas, birrias, menudos, pozoles, chascas, huaraches, carnitas, chicharrones y una infinita variedad de categorías y elementos. Comida económica y deliciosa. Como el mate en la Argentina, que atraviesa todas las clases sociales, en los “changarros” mexicanos comen todos los estratos de la sociedad. Gente de traje y corbata, señoras de su casa, personas con huaraches en sus pies y en sus panzas, niños y ancianos, todos confluyen en gastronómica procesión (todo es muy religioso en México), a la hora del almuerzo, en uno de estos locales. En definitiva por muy poco dinero es posible comer muy bien y muy rico.

Siempre hay salsas que acompañan las comidas y la bandera mexicana se repite como leit motiv. Verde, blanco y rojo. Chiles, tomatillos, limones; quesos, cremas, tortillas muy claras; chiles, jitomates, rábanos. A veces uno se pregunta si la bandera tricolor no surgió de la propia comida. Otro ingrediente, siempre presente, es el limón. A su vez éste va pegado a la sal. “Que te quiero con limón y sal” dice la canción de Julieta Venegas, y a esta altura no se sabe si se habla del amor, de la comida o de ambos.

Pero la salsa por excelencia y que merece un tratamiento en tercera persona es su majestad el mole, que por cierto en náhuatl significa justamente salsa. De sólo escribirlo se me hace agua la tinta. Como todo en México los hay de varios colores. Rojos, verdes, blancos, rosas y negros. Con más de veinte ingredientes es una comida compleja en todos y para todos los sentidos. Chiles de tres variedades cuando menos, cacahuates, sésamo ajonjolí, pan bolillo (francés), pasas de uva, almendras, azúcar, sal, ajo, cebolla, canela, caldo de pollo y especies diversas, pero lo que marca la distinción es el chocolate. Chocolate de tablilla o metate que no lleva leche y por lo tanto es lo más parecido al alimento prehispánico. Su sabor se desliza por el paladar detrás del picante. Subversivo se aferra a la lengua y lentamente va creando la adicción. Suele acompañarse con el pollo que fue la base del caldo, es decir hervido y con arroz a la mexicana. Una advertencia, su ausencia prolongada provoca abstinencia.

Para terminar quiero contar una anécdota que tal vez contamine de subjetivismo todo este texto. Me hago cargo ya que aún sigo disfrutando del dulce sabor. Cuando era un niño y como a todos los niños, me encantaban los dulces. Caramelos, chicles, chupetines, paletas. Pero lo que realmente excitaba mis sentidos era el chocolate. La distancia que percibía entre el chocolate y el resto de las golosinas era abismal. Cuando era niño y como todos los niños, aunque no todos los adultos, era muy curioso. Leyendo sobre culturas precolombinas fui moldeando, sin saber, mi vocación antropológica. Recuerdo textos extraídos de revistas para chicos (bibliografía infantil) sobre Incas y Chibchas, Mayas y Aztecas. Pero lo que más se impregnó en mi memoria fue un libro sobre las ruinas de Tikal, que me trajo mi padre, luego de un viaje a Guatemala. Allí se despertó el interés por los Mayas y su tradición religiosa de serpientes emplumadas y ciudades abandonadas hoy ocultas por las selvas. En una de esas lecturas, tropecé con el cacao. A partir de allí supe que el territorio Maya, México y Guatemala, donde habían domesticado el cacao y consumían xocolatl desde hacía por lo menos 4000 años antes del presente, era mi lugar preferido en el mundo.